El derecho de los trabajadores a participar en las utilidades generadas por las empresas ha estado vigente por casi seis décadas; el porcentaje a repartir, por casi cuatro, pero hasta ahora su distribución no considera ningún tipo de elemento que sirva para reconocer el aporte de los empleados más productivos.
El mes de mayo es conocido por el sector laboral de nuestro país como el “mes de las utilidades”. Se trata de una prestación en gran medida esperada por el sector obrero y, al mismo tiempo, una que históricamente ha enfrentado extrema resistencia por parte del sector empresarial. En ese sentido y previo a formular opiniones, conviene recordar un poco de historia.
El reparto de utilidades nació en la década de los 60, pero el porcentaje actual de 10% sobre utilidad gravable que se distribuye fue fijado en el año de 1985. Nuestra Constitución establece que dicho porcentaje debe revisarse cada 10 años por la Comisión Nacional para la Participación de los Trabajadores en las Utilidades de las Empresas (CNPTU) o bien, cuando las circunstancias económicas lo justifiquen.
El tema interesante es que, como se puede notar, el porcentaje, pero más importante, los criterios para su pago no han sido modificados precisamente desde el año de 1985. Hoy en día, éstos siguen siendo dos: el monto del salario devengado por la persona trabajadora y el número de días laborados por la persona trabajadora.
Alguien podría argumentar que la obligación constitucional es de revisar y no de modificar el porcentaje o los criterios. Y es cierto. Sin embargo, tampoco es realista que una prestación con las características del reparto de utilidades siga prácticamente intacta desde los años 80, en donde no había, entre otras situaciones, tratados de libre comercio y en donde, además, las circunstancias macroeconómicas eran profundamente diferentes a las del año 2023.
Mi crítica fundamental a la figura del reparto de utilidades no se enfoca tanto al porcentaje de reparto de 10% (que ya de por sí es alto, pero si no me cree, emprenda y confirme), sino a la forma en la que dicho porcentaje termina siendo distribuido entre las personas trabajadoras. En un mundo ideal, quien trabaja más y mejor, debería recibir más y mejores utilidades. En sentido contrario, quien trabaja mal y peor, debería recibir la correlativa contraprestación. En un ejercicio básico de justicia social y justicia distributiva, no es ni remotamente justo que quienes trabajaron más se rijan bajo los mismos criterios que quienes trabajaron menos.
Anclar el reparto de utilidades únicamente a un salario y a cuántos días estuve en mi lugar de trabajo (me permito plantearlo así, porque ‘checar tarjeta’ no es lo mismo que trabajar, y hay gente que acude al lugar de trabajo, pero no necesariamente trabaja) no es justo desde ninguna perspectiva”.
Ésta y otras razones han sido parte de los argumentos de quienes por años hemos pedido una modernización de una figura que ya pudiera catalogarse como arcaica y, por ende, totalmente desactualizada. El reparto de utilidades nació, en su momento, como una figura que pretendía premiar la participación de las personas trabajadoras en el éxito de la empresa. Ese objetivo, que resulta totalmente loable y necesario, no se cumple ni remotamente con los términos en los que está planteada la figura actual.
El verdadero reto de la figura del reparto de utilidades es encontrar la forma de incorporar a la productividad como factor para el correspondiente pago. No incluir a la productividad en la ecuación y únicamente hablar de “días trabajados” ha terminado por castigar a la meritocracia de quienes merecen un reparto de utilidades acorde a los resultados que entregaron, siempre y cuando, evidentemente, la empresa haya generado las utilidades correspondientes.
De nueva cuenta, puedo entender el debate sobre si el porcentaje de 10% es adecuado o no, pero no es ahí donde está el verdadero debate. Se trata de que, como país, entremos de lleno a buscar mecanismos eficientes de medición de la productividad, en donde una parte de ese 10% sea entregado conforme a dichas métricas de productividad.
Seguramente alguien podrá pensar que la medición de la productividad es un tema que puede prestarse a una subjetividad tremenda por parte de las empresas y eso, definitivamente, es una posibilidad que debe ser atendida con el objetivo de evitarse. Lo complejo de medir la productividad no puede ser pretexto para no intentarlo y, tarde o temprano, lograrlo.
Soy un convencido que las personas trabajadoras que son más productivas deben ganar más. Y, al mismo tiempo, soy un convencido que entre más se relacione al reparto de utilidades con la productividad, mayor cantidad de empresas estarán complacidas de pagarlas. Es, naturalmente, un tema de incentivos y como tal debe ser tratado.
Pocos países en el mundo tienen una carga social y fiscal tan alta como la de nuestro país (sume usted Impuesto Sobre la Renta, Dividendos de Sociedades Civiles, Reparto de Utilidades), en donde no existen verdaderos incentivos para emprender y en donde nuestros salarios son mundialmente famosos por lo indignos que resultan.
Es por eso que nos toca ser agentes de cambio en la generación de incentivos para ambos factores de la producción. Que la persona trabajadora esté contenta de trabajar porque puede ganar más y generar patrimonio, al tiempo que la empresa esté complacida de generar utilidades y repartirlas de manera justa y equitativa, en función, entre otras cosas, de la productividad de las personas trabajadoras.
No me malentienda, no estoy por eliminar la figura del reparto de utilidades, ni siquiera por cambiar el porcentaje. Pero, lo que sí considero, es que la figura debe ser replanteada y debe tomar en cuenta la productividad para su reparto; por complejo o tardado que pueda resultar su medición y auténtica regulación.
Una figura que no se mueve de manera significativa (recordar que, como consecuencia de la reforma en materia de subcontratación en el año 2021, se estableció un “tope” de tres meses de salario) desde el año de 1985, en momentos de tantos y acelerados cambios laborales, no puede tenernos satisfechos. Como le dije, se trata de incentivar generarla y de incentivar pagarla.
Las personas trabajadoras necesitan más y mejores incentivos para trabajar y las empresas necesitan mejores condiciones para generar empleos. No nos ahorquemos los unos a los otros, ya estiramos la “liga” lo suficiente los últimos 100 años.