Ante todos los estereotipos que imperan en el mercado laboral, pareciera que nunca hay una edad “ideal” para trabajar. Ciertamente, no la hay. Cada persona es diferente y, por ende, es urgente alejarnos de la falacia que nos ha dejado el “edadismo” en sus muy diferentes vertientes.
Seamos honestos, qué siente usted cuando se sube a un avión y nota que quienes están en la cabina de pilotos parecen muy jóvenes, o bien, cuando acude a una cita médica y la atención la proporciona alguien que pareciera tener pocos años de haber egresado, o cuando acude a una firma legal y resulta que el abogado o abogada que lo atiende tiene pocas o nulas canas. Por otra parte, imagine que usted llega a las oficinas de una empresa nueva, dedicada a temas digitales y considerada como “startup” y encuentra que la directora general tiene más de 65 años.
En cualquiera de las situaciones anteriores, posiblemente piense que ante una turbulencia severa no haya la suficiente capacidad de reacción, que su vida corra peligro o que quien lo asesora legalmente no ha acumulado la suficiente experiencia para asesorarle. Posiblemente, también lo lleve a la reflexión el hecho que una empresa digital y nueva sea dirigida por una persona adulta mayor.
En esa línea de análisis, ¿de dónde surgió la falsa idea que existe una edad determinada para un puesto de dirección? ¿Por qué pensamos que a los 20 sé es muy joven, a los 30 todavía no se tiene la suficiente experiencia, a los 40 ya no se tienen las mismas oportunidades laborales, a los 50 ya no se tiene la misma energía y a los 60 ya debemos pensar en el retiro?
Pareciera que, en efecto, nunca hay una edad “ideal” para trabajar. Y es que, ciertamente, no la hay. Cada persona es diferente y, por ende, es urgente alejarnos de esta falacia que nos ha dejado el “edadismo” en sus muy diferentes vertientes. La capacidad no debe estar asociada a una determinada edad, partiendo de la unicidad de cada persona.
Me permito plantear las reflexiones anteriores a propósito de que en días pasados el Senado aprobó una reforma que contempla la obligación para cierto tipo de empresas (están excluidas las microempresas, aquéllas que cuentan con menos de 20 personas trabajadoras en su plantilla) de integrar al menos a un 5% de adultos mayores, entendiendo por esto, a las personas mayores de 60 años.
Si bien todavía faltan el resto de las aprobaciones del proceso legislativo, estos cambios también consideran la implementación de programas que incentiven la contratación de este grupo poblacional y, en efecto, pareciera tratarse de un cambio inminente.
Aunque la exposición de motivos del dictamen aprobado en la Cámara Alta refiere a indicadores que dejan muy en claro las complicaciones que enfrentan las personas mayores de 60 años, lo cierto es que esta reforma pudiera ser mucho más trascendental que lo que implica estrictamente para este grupo de edad, el cual ciertamente se beneficiaría de las modificaciones. En realidad, se trata de una acción afirmativa necesaria y que debe celebrarse mucho más allá de lo evidente.Se trata de la posibilidad de, finalmente, entender que cada generación tiene aspectos que aportar en un centro de trabajo y que es posible beneficiarnos mutuamente de la experiencia profesional, generacional y de vida de cada persona, sin discriminar por el simple transcurso del tiempo, en un sentido u otro.
Se trata, en el mejor de los sentidos y en última instancia, de normalizar encontrarnos con gente en extremo productiva a los 70 años y que la posibilidad del retiro no la contemplan ni por asomo. Se trata también, de reconocer que el trabajo es un medio de perfeccionamiento de la persona y que, más allá de lo necesario que resulta para la subsistencia humana, es necesario de muchas otras formas sociales, de autoestima y de superación personal.
Se trata de reconocer nuestras limitaciones y entender que, como generaciones diversas, habrá aspectos y habilidades donde una generación sea más competente que la otra y que podemos coexistir. Se trata de no descalificar al otro porque le “falta experiencia” o bien porque “es de otra época”. Basta ya de esas banalidades.
Es perfectamente posible que una empresa de temas digitales la dirija una persona que nació en 1955; como también es perfectamente posible que usted disfrute de un vuelo sumamente placentero con un piloto de 21 años. Existen casos de éxito en todo el mundo de gente que emprendió a sus 20 y de gente que emprendió en la última etapa de sus vidas. No hay edades, no hay reglas generales. Cada uno escribe su propia historia de vida y, francamente, el acta de nacimiento termina siendo un aspecto estrictamente anecdótico.
Celebro que entremos a este debate y que estemos retando la realidad laboral de los últimos 100 años. Celebro que no limitemos las oportunidades por un año de nacimiento, cuando, además, la gente cada vez vive y vivirá más años. Como personas tenemos la libertad de decidir hasta cuándo queremos trabajar. Y, en ese sentido, quien quiere trabajar toda su vida, debería encontrar la posibilidad de poder hacerlo invariablemente.
Recuerdo que hace 10 años, a mis entonces 24, un muy admirado jefe a la fecha me dijo que “la juventud era una enfermedad que se curaba con el tiempo”. Y pues, con toda la admiración de la cual soy capaz, tengo que disentir. Ni la juventud ni la senectud deben considerarse como enfermedades en sí mismas. Se trata, lisa y llanamente, de diferentes etapas de la vida que cada uno vive al ritmo que mejor le parece. Dejemos ser, dejemos trabajar a quien así lo desee y dejemos de asociar capacidades a actas de nacimiento.
La edad es un número; aquí se trata de usted.